EDWARD.

Brindis por el hombre que aprendió a ver más allá de todas las cosas

Con voluntad y un sueño partiste,
dejando atrás Colombia y sus costumbres,
rumbo a una España que te sonaba
como esas canciones que te cantaba tu madre,
cuando juntos escuchabais el despertar
de las verdes montañas tras las ventanas.

Te tocó crecer de prisa,
porque las necesidades no esperan
y el hambre no entiende de etiquetas.
De muy joven te cayeron responsabilidades
que exigían una voz firme en un mundo de prejuicios,
de hombres mayores que solo veían a un niño dando órdenes.
Pero tú no dabas órdenes:
creabas orden donde solo había caos.

Conociste a tu mujer como quien recibe
una sonrisa del destino,
un regalo que todavía no veías,
pero que ya te había encontrado.

Y cuando llegaste a esa nueva tierra,
encontraste las calles vacías,
sin música,
sin vecinos compartiendo un plato,
sin risas.
Solo el silencio denso de los comienzos.

Viviste tu propio calvario,
que te enseñó a ser más justo,
más valiente,
más cauto.
Una fuerza invisible te guiaba entonces,
y aún te guarda.

Pasaste hambre.
Sufriste desengaños.
Pero no te derrumbaste:
seguías luchando.
Contra las mentiras,
contra los idiotas,
contra la injusticia,
contra esas miradas que te recordaban
que eras un extranjero.

Las superaste todas.

Encontraste a Carlos:
el padre que nunca tuviste,
un referente que hoy sigues honrando.

Nació tu primer hijo, Jonathan,
y si las lágrimas hablaran,
contarían la alegría pura
de quien descubre el milagro de ser padre.
Ya no erais dos, sino tres,
y ese amor te hizo más humano.

Tuviste que domar tu carácter —
ese fuego que, según soplara el viento,
levantaba una voz o un puño.
Y quien lo recibió, aún lo recuerda.
Pero dentro de ti late la fuerza
de quien ha vivido a pulso,
de quien eligió ser justo,
no vacío.
En ti hay furia, sí,
pero también justicia y encanto.
Te entiendo. Me reconozco en ti.

Hoy celebras más de cuarenta años de vida,
de batallas ganadas y perdidas,
todas con lecciones grabadas en el alma.

Y yo, que entré en tu vida casi sin querer,
escuchando, conociéndote,
y finalmente confiando ciegamente en tu palabra,
soy testigo del hombre que eres — y del que serás:
ese viejito alegre y campechano,
de sonrisa fácil y corazón grande,
que ama más de lo que llora,
y al que aprendí a querer.

Por muchos años de aventuras nuevas,
por las alegrías que te reconfortan,
por tu paz y la de los tuyos,
alzo hoy esta copa
para brindar por el hombre que aprendió a ver más allá de todas las cosas.

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