Hubo un hombre
atormentado por sombras sin rostro,
lleno de miedos que llevaban su nombre,
con una mente extraordinaria,
pero infestada de fantasmas
que jamás existieron.
Débil para la maldad,
incapaz de odiar ni guardar rencor,
un mendigo de afecto
en un mundo que no sabía darle amor.
Las malas gentes lo olieron,
y se alimentaron de su bondad.
En su hogar, sus sentimientos
eran una herejía.
Lo juzgaban. Lo ignoraban.
Así aprendió a callar.
Desde niño, hizo de la prosa su templo,
de las palabras, su única patria.
Allí era libre,
allí se alzaba como un rey
sobre un reino de papel y tinta.
Pero estaba atrapado en él.
Arrogante y tierno,
impulsivo como un filo
clavado en su propio pecho.
No quería vivir,
no soportaba este mundo.
Intentó huir cinco veces,
pero siempre despertaba
en el mismo abismo.
Nunca vi a un hombre tan noble
ser a la vez tan necio.
Ni a alguien tan honrado
mentirse tantas veces,
que sus propias mentiras
se hicieron saetas
disparadas contra su alma.
Poseía magnetismo,
y gustaba.
Pero ansiaba más…
Quería ser amado.
No por uno.
Ni por muchos.
Por todos.
Los años pasaron.
Y a veces me pregunto
por qué no acabé con él antes.
Hoy lo sé:
matarlo era matarme a mí mismo.
Así que me adentré en el bosque
salvaje de mis pensamientos,
agarré un hacha gigantesca
y caminé hacia el árbol del ego.
Golpe tras golpe,
hachazo tras hachazo,
lo derribé.
Y de sus raíces secas,
brotó algo nuevo.
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